Adiós, Josefina, adiós.
Te has ido despacito, casi de puntillas para no molestar. Te has ido “pianissimo”, como decimos los músicos, como se van las madres. Tu partida ha sido leve, como un susurro. A ti nunca te gustaron las estridencias.
En tu partitura como esposa de Antonio, guardia civil de los de antes –como mi padre- tenías pocas indicaciones, aunque importantes: no tener horario fijo, ser mujer de tu casa, pasar desapercibida en el pueblo, educar a tus hijos para que tuvieran un porvenir que la Benemérita difícilmente les podía proporcionar… Llegaste a la ancianidad con los deberes hechos.
Tiempos aquellos… cuando nuestras familias vivían en Jadraque, cuando mi madre era la mujer del Guardia Barrena y tú la mujer de Olmos, el de los caballos; cuando yo iba a la escuela con José Antonio y los dos, a hurtadillas, nos íbamos a la cuadra donde tu marido nos daba vainas de algarroba, de las que comían los caballos.
En tus muchos años de vida, Josefina, has tenido que interpretar pasajes realmente difíciles, plagados de alteraciones y con abundancia de stacattos. Nunca equivocaste el compás, ni cuando expiró tu esposo, ni cuando murió tu hijo Carlos, ni cuando viste partir a tus seres queridos…
A tus 89 años habías agotado tu repertorio y ya casi no te quedaba ningún tema por interpretar. Estaban sonando los últimos compases de tu obra cuando un tremendo golpe de timbal anunció al “Fin” en forma de hemorragia cerebral. Caíste al suelo ensangrentada, como las grandes heroínas de Ópera. A partir de ese momento tu música se hizo dulce y sosegada; tu sonido se volvió casi imperceptible. Y así durante una tanda de compases hasta el acorde final.
Tus hijos y tus nietos te llevaron al camposanto de Barahona para que descansaras con Antonio, tu esposo. La escena de vuestro encuentro definitivo con la madre tierra se desarrolló en un marco de inigualable belleza: los campos de Soria donde naciste y donde encontraste al hombre de tu vida. Allí, rodeado de terrenos de labor se levanta el pueblo y coronándolo un montículo solitario. Sobre él, un castillo, primero árabe y después cristiano, levantado para vigilar aquellos paupérrimos cultivos. Con sus piedras tus antepasados levantaron una iglesia. Y en su recinto establecieron un cementerio entre peñascos. Era poco después de mediodía y la tormenta se acercaba. El plomizo cielo castellano quiso despedirte con un poderoso trueno y unas lágrimas que cayeron como lluvia sobre tu ataúd. Después se hizo el silencio.
Tu hijo José Antonio, amigo del alma con el que compartí juegos infantiles, años de Universidad y ahora vivencias musicales en el Orfeón Moratalaz, dio las gracias a cuantos habíamos llegado hasta Barahona para acompañarte en tu último viaje. Allí estábamos todos en silencio, humedecidos los ojos pero enhiestos junto a aquellos peñascos que protegerán tu tumba hasta el día de la resurrección.
Fueron los últimos acordes de una partitura, Josefina, la tuya, que sonó a gloria. Adiós, Josefina, adiós.
Félix Barrena
Director del Orfeón Moratalaz