Orfeón Moratalaz
Orfeón Moratalaz

Me emocionó profundamente

   Al acabar los conciertos del Orfeón, acostumbro a mezclarme con el público para escuchar sus opiniones y recibir sus parabienes o sus críticas… que de todo hay en la viña del Señor. El pasado sábado habíamos cantado nuestro concierto de Pasión y Gloria en el templo de la Cofradía del Silencio, calle Atocha 87 y, como de costumbre, bajé donde estaba la gente.

   Tengo que decir que por regla general, los asistentes a los conciertos del Orfeón suelen hacer comentarios demasiado elogiosos hacia la labor del coro… y del director. Hay quien te besa y te abraza, quien llena al Orfeón de piropos y quien aprovecha para pedirte copia de alguna partitura… también tenemos una poetisa muy entusiasta que nos dedica versos. En cierta ocasión unas niñas llegaron a ofrecerme el programa de mano para que se lo firmase; tuve que advertir a mis pequeñas admiradoras de que yo no era más que un simple director de coro y que nadie daría un chavo por mi rúbrica.

   Vengo observando que cuando alguien no está conforme con la interpretación de una obra o del concierto que acaba de escuchar, evita dar la cara –probablemente para no darte un mal rato-; te mira de reojo y cuando te acercas a él opta por escabullirse o por ponerse a contemplar ensimismado las vidrieras del templo.  Sólo los más decididos se atreven a apuntarte con el dedo diciendo: “se han bajado ustedes un cuarto de tono” o “les ha faltado decisión al atacar los agudos”.

   Aunque no siempre es así. El sábado me sucedió algo que me emocionó profundamente. Estaba comentando las incidencias del concierto con varias personas del público cuando, por casualidad, me fijé en alguien que se mantenía a cierta distancia. Pensé que estaba aguardando su turno para hacerme algún comentario, pero no. Después de aquel grupito de personas llegaron otras y otras y aquella mujer seguía allí, inmóvil, sin hacer ademán de acercarse. La miré un poco más detenidamente pero no vi en ella nada especial. Cuando ya no tenía nadie a nadie conmigo, se acercó despacio. Comprendí que quería hablar y, para romper el hielo, le pregunté si le había gustado el concierto.

 

-             - Soy la esposa del Hermano Mayor de la Cofradía, me dijo. Mi   marido no ha podido venir porque falleció hace unos días. Yo he venido en su lugar. Antes de morir nos encargó que siguiéramos adelante con este concierto y así lo hemos hecho. Él habrá estado escuchándolo desde el cielo.

 

   Se me hizo un nudo en la garganta y me quedé sin palabras. Ella siguió hablando. Me contó que su esposo, el día de su muerte, se pasó la mañana despidiéndose por teléfono de sus amigos. Y que  por la tarde se sentó en el sofá, junto a su hijo y a ella, a esperar la muerte, que le llegó a las pocas horas.

   Sólo acerté a dar un abrazo a aquella mujer. Me salió del alma. Nunca antes la había visto ni había hablado con ella. Ahora trato de recordarla, pero su aspecto físico se me ha borrado de la mente; si la viera por la calle no la reconocería; de ella sólo conservo en mi memoria la imagen de un gesto amable y de una incipiente sonrisa. Si me dijo su nombre, no lo recuerdo. Si me preguntaran por el color de su pelo o cómo iba vestida, no sabría responder. De ella he olvidado casi todo, salvo sus palabras. Lo que nunca olvidaré es su entereza y la paz que traslucía su rostro.

   Hermano mayor, descansa en paz.

 

Félix Barrena

Director del Orfeón

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